viernes, 8 de junio de 2007


























LA LUCHA CON LA MOSCA

Me desperté como cada mañana por agua.
Mi cuerpo yacía tendido en el pavimento,
inerte, estático… Sin piernas para andar.
Sólo el deseo por la crema dental
levantó mis manos hasta la boca
consolar mi paladar con algo,
dulce al menos, líquido, coloidal.

El cuerpo todavía invertebrado
se resistía incorporarse, liberarse.

Mi alma volvió al día anterior
donde perdidas las fuerzas y el tenedor
libré una dura batalla con la mosca,
(insecto más que yo)
con el zancudo y la cucaracha
por una porción de sangre muerta.

Allí, sobre la mesa de fórmica
rescataba las migajas y el azúcar
para elaborar el antídoto utópico
vestido de color verde y durazno.

Mi alma puesta sobre la mosca
(insecto, ahora como yo)
voló hasta la bodega de cartón
capturando el único grano de azúcar,
perfecto para dar fuerza a mis piernas
más flacas que antes (casi invisibles)
y levantarme del pavimento
que a estas horas sirve de descanso
a mi atribulado y vertebrado cuerpo.


ALMUERZO IMAGINARIO

Uno y otro paso se perdió otra vez
marcado sin pensarse en el camino
que yo mismo construí un viernes,
pensando en el reflejo de mi corbata
en la cuchara de plata quemada
puesta debajo de la mesa de cristal.

Mis intestinos se revolvían
balbuceando una estrepitosa carcajada,
burlándose del almuerzo imaginario
puesto sobre el tapete de hilo rojo.

Mis dientes masticaban la saliva,
consoladora fiel de mi estómago
mientras cogía una servilleta
y limpiaba las ansias derramadas
por el lado derecho de mi boca.

Otra vez la cuchara de plata
reflejaba mi mirada resignada
ante el plato vacío de sopa
que quemó el paladar de mi cerebro
al tratar de recrear aquel almuerzo
deseado desde aquel mes de verano,
ese febrero frígido en mi cama,
mi mesa y el lado derecho de la acera;
tratando de recuperar sin resultados,
los pasos que una y otra vez perdí
cuando el reflejo de mi corbata
se perdió por segunda vez
debajo de la mesa de cristal.


EL GUARDIÁN DE LAS PALOMAS

Ellos están detenidos, puestos allí
como cada día desde que lo buscaron.

Intento desviar su atención
escurrirme debajo de las bancas,
y confundirme con las palomas
y robar un poco de maíces
para llevarle a los polluelos.

Ellos están detenidos, puestos allí;
perversos por la obligación impuesta
con el puño apretado en los bolsillos
y la vista puestos en sus víctimas.

Se han vuelto indolentes, malvados,
y un puñado de billetes
ha endurecido su corazón,
ha insensibilizado sus ojos
evitando derramar alguna lágrima
que los acompañe durante la vigilia.

Ellos están deambulando.
No se dan cuenta de mi reptar,
ni han oído los latidos de mis pulmones
mientras me deslizo cerca de las palomas
para robarles un grano de maíz
que los bondadosos visitantes
dejan cerca de la pileta de ladrillos.

Ellos están allí, y siempre estarán
cuando mis ojos vean la angustia,
mis piernas pierdan la fortaleza
y mis codos sangren de impotencia
mientras me deslice como cada día
por debajo de las bancas de concreto.


MADRE MUERTA

Una anciana, quizá muy anciana.
La misma de todos los días,
la misma de las siete de la mañana.

(Una anciana, fuerte como el sauce.)

Sus cabellos blancos por el tiempo
se agitan livianamente con la brisa,
mentirosa amante de la neblina.

Sus pies cansados se dirigen,
como por instinto hasta el mismo lugar.
Sus manos, cuarteadas por la soga
que sujeta a su fiel asno
son caricias suaves para mi angustia.

(Una anciana, quizá muy anciana.)

Esa anciana, con el rostro cabizbajo
impregna en las líneas debajo de mis ojos
la misma huella de las lágrimas
que brotan al recordarla.

(Ella, mi madre muerta, mi vieja.
Vieja, quizá la más vieja.)


Sus cabellos blancos como el pensamiento,
sus manos suaves como el terciopelo,
sus pies pequeños y fuertes;
toda ella, vive aún en las calles
y descansa en la cama … allí
donde cada noche acaricia mis sueños
y vigila mi letargo al dormir.

(Una anciana, quizá la más anciana.)

Cada mujer vieja, linda y envidiable
refleja el más sublime y puro amor
puesto en una madre que prefirió morir
antes que ver morir a sus hijos.


MANOS HUMANAS

Las manos estaban quebradas.
El codo con cayos, desgastado.

Nada, de las señales que esperé
llegó por la manga de la camisa,
irse hasta el cuello almidonado
y colgarse de la corbata de seda.

Mis dedos sin uñas, sin yemas
podrían servir para tentar el suelo
o colgarme de la pared despintada,
rayada con una tiza blanca
de un maestro desempleado, despedido.

Las manos siguen aún vacías
librando poco sudor de frío
mientras se cobija en los pantalones.
Las manos acarician los codos,
intentando abandonar las yagas,
cicatrizar las heridas en las palmas,
empezar la nueva caminata bajo el alero.

Mis manos cuarteadas, a flor de piel
manchan las mangas de la camisa
con el betún rojo que guardaba en los zapatos
y el bolígrafo destapado puesto en el lapicero.

Las manos muertas, cadavéricas,
deshuesadas y deshumanizadas
rozan el rostro de mis preocupaciones
vistiéndolas de fuerza, aliento, vida,
esperados a esta hora, cerca del mediodía
para consolar el hueco en el vientre
y cerrar la brecha abismal en mis sienes.


UN DÍA DE VERGÜENZA

Un animal
(más humano que yo),
abandonado a su suerte en el círculo
intentando vociferar su nombre,
apagado por su mudez infantil,
aclamando por auxilio ante sordos oídos.

Nadie es capaz de echarle una mano
ni menos de levantarse a su lado
y recibir la cruel estocada de la muerte.

Todos ríen y aplauden… (ciegos),
muertos en sus sentimientos humanos,
adormecidos en la embriaguez de su sangre,
perturbados en sus ansias animales.

Ese animal, negro y brioso
(como la sombra de la muerte)
rodea con furia a su enemigo,
intentando recibir una falsa caricia
que le haga saber, no todo está mal.

Un toro, perdido en sus ojos sin luz
persigue un espejismo perfecto
puesto en la fría capa de un torero.
Un toro muerto sin compasión
empuja mis entrañas humanas
vaciándolas por sorpresa en la arena,
frente a los ojos atónitos de mil cucarachas
alborotadas por la falta de respeto
(puesto en el vómito de mi indignación)
que demuestra la bestialidad con que muchos
asisten a aquellas luchas ciegas,
donde una vez como ayer
salió vencedor el odio,
la impotencia con que un inocente
pierde la vida inútilmente
a manos de un puñado de aberrados,
deseosos de revolcarse en su sangre…
como hace un tiempo lo hizo
el mismo animal en la herida de ellos.


LA NIÑA EXTRAVIADA

Cerca… por las orillas del río de angustias
pasea la inocencia confundida de Marita.

No se ha dado cuenta del tiempo,
ni ha buscado en sus bolsillos sin fondo
la moneda plateada que la salvaría.

No recuerda el ruido del tren en la mañana
ni percibe el humo caliente del aliento
que cada mañana cerca de la madrugada,
sentía en su rostro por una lamida de fido.

Cerca de las orillas del río de preocupaciones
navega Marita descalza… (Se refleja en la sombra)
desprendida de los temores por el día.
No hay sandalias en sus pies;
unos zapatos ahuecados guardados en la bolsa
sirven cerca del mediodía hasta el anochecer
para anular el calor castigador del asfalto.

Cerca de las orillas de la desesperanza
pasa el último aliento rescatado del día,
perdido en las multitudes de la plaza,
confundido por las voces de los ambulantes
que pugnan vender un pedazo de sueño
cuidado con celo desde la mañana.

Allí, donde los ladrones buscan la pesadilla,
camina Marita descalza, sin hambre,
con una sonrisa que le devuelve la vida
y la rescata de la oscuridad demoníaca
que la mantuvo presa por seis días
(casi una semana),
anulando su bella ingenuidad y su inocencia
guardada ahora en la bolsa
junto al par de zapatos ahuecados.


EL ÁNGEL DE LA GUARDA

Oculto en el rincón de la casa,
confundido con la tela de araña,
trepado de las patas de la mesa
se halla Pedrito, el pequeñín.

Oculto de su mismo deseo por vivir,
respira el aliento infundado,
perdido y hasta cadavérico
que aparece cerca de las seis de la tarde.

Él gatea a eso de las cinco
y se cuelga como la araña negra
para huir del fuego de la mano humana.

Allí está Pedrito, contando el respiro,
acortando los segundo de su corazón,
vistiéndose del corazón adulto
desconocido a su cuerpo de niño.

Pedrito se ha dormido, se ha olvidado…


EL PLATO DE SOPA

Un plato de sopa tibia (casi fría).

Una papa, zanahoria, pollito;
fideos de letras del dente:
A,B,C…1,2,3...un nombre.

La sopa tibia, más que fría
consuela las tripas sonoras
llenándolas de viento suave
que servirán para el viaje largo
(¿La línea 50 hasta el Callao?)
donde dejaré como cada día
los restos de mis pensamientos,
las palabras de mis dedos
sustentadoras de mi fortaleza física
ahora que el plato, vacío,
sin la sola papa, zanahoria ni pollito
me recuerda la cruda realidad
(más que la carne a medio cocer)
de saber que mañana no podría estar
el plato ni la sopa, aunque sea fría.


PREGUNTA AL SILENCIO

Déjame alzar mi voz y gritar al mundo.

Permíteme extender mi mano
y alcance un pedazo de cielo
destrozado por tu odio hacia mi sangre.

No entiendo la caminata,
ni razono sobre sus pasos
cuando van atropellando corazones.

No es igual el día de hoy
al ver un cielo oscuro y cuarteado
por uñas enemigas de la paz y esperanza.

No es fácil aceptar el cambio de manos,
cogiendo un rifle o un revólver
por una caricia en el rostro de un niño.

No es simple caminar por el pasillo
y encontrar pedazos de sueños
regados y ensangrentados
arrancados sin piedad de los recuerdos.

No es fácil reír ni llorar
por ver perdidos los deseos
en las desgraciadas armas
de inhumanos pensamientos
que pugnan por perforar y eliminar
los pensamientos níveos
de indefensas mujeres y niños,
que cometieron la única osadía
de querer vivir para siempre.

Déjame derramar una lágrima,
quizá la última al escribirte,
la única que mis frígidos ojos
liberen antes de decirte
cambies tu odio por una caricia (una sola)
a un niño que desde mucho
la espera de tus manos enemigas.


ESTATUAS HUMANAS

Las almas discurren entre bullicios.
Sueltan gritos desesperados
las palomas, tragando en la plaza.
Corren los sueños sobre las sandalias
mirando la sombra perdida en las escaleras.

No sin querer están allí.
Los vigilantes atan sus cordones,
perennes cual estatuas
detrás del monumento santo del Libertador.

Cada día de invierno
por la mañana como en primavera
los veo detenidos, postrados
con la mirada vigilante,
casi cómplice del respiro agitado,
tratando de anular las faltas
de los eufóricos vendedores ambulantes.

No lo desean…
no intentan sin compasión
herir el costado de sus hermanos.

Solos allí, detenidos cual estatuas,
fingen la amargura azul, cada vez más negra,
de ser enemigos consigo mismos,
mientras el niño de andrajos
les juega una mala pasada
robándoles el pedazo de pan
que cuelga de su cintura.


PROFANO FIN DE SEMANA

Paraíso de costumbres, profanan la santidad.
Estropajos que se alistan para perpetrar
la criminal caminata hasta el divino altar.

Todos se miran, se sonríen; nadie entiende,
no saben qué hacen allí cada domingo.

Sus cuerpos adormecidos los conduce hasta la tabla,
sus piernas programadas caminan a tientas,
inseguras de llegar a tiempo hasta la puerta.

Sus mentes encogidas se maravillan ante la luz
y persiguen como fieras la carne pútrida
que los buitres desgarran de los esqueletos.

(Qué mísera visión de las figuras.)

No persigo el control de mis fuerzas.
Al menos controlo mis ojos y veo,
la razón inerte, muerta de aquéllos
que se miran entre sí a ciegas,
se abrazan sin hallar un alma humana,
se besan y después… escupen en la espalda.


RECUERDO INFANTIL

Me miro al espejo y te veo.

Detengo el tiempo en mis ojos
al recordar mis días de niño
y rescato del ropero
los recuerdos empolvados por los años.

Aquella noche, cuando yacía enfermo,
adolorido por la fiebre de verano,
llegaste a mi lado para abrigarme,
cobijarme con tus caricias de madre
y devolverme la vida perdida en el sueño.

Aquel día, cansado de llanto por el miedo,
entendiste la razón de mis congojas
y lloraste a mi lado prometiéndome no irte.

Aquel día, después de entenderte,
después de reflejarme en tus lágrimas cristalinas,
sentí el dolor en mi corazón,
sentí una vez más
el inmenso amor que me tenías.

Ni siquiera los años que lleve vivo
servirán aun cuando muera,
para alcanzar la pureza de tus manos.

Ni siquiera la inmortalidad
ganada después de la muerte,
será suficiente para devolver
la vida entera que dedicaste a cuidarme.

Me miro al espejo y te veo.

Te veo allí, donde sueles esperarme cada noche,
sentada todavía en el mueble azul,
recostada en tu lejanía
hilvanando los deseos puestos en mí.

Me acerco a ti para besarte,
acompañarte en silencio al dormir,
tranquilizando tus pies gastados
de tanto andar durante la vida.


CIGARRILLO QUEBRADO

El humo serpenteaba por las escaleras
alcanzando el cielo cerrado para él
desde que el sol se fue por el pasillo.

Las esperanzas diluidas en el atardecer
pugnaban por un instante oportuno
perennizarse en la nube gris,
formada desde la madrugada
por los celos de los automóviles viejos.

Nada era posible, ni siquiera un respiro
sostenido por los dedos del desesperanzado.
Nada resultaba como antes
si junto con el despertador ahogado
deambulaba en el silencio de la habitación.

El cenicero rebosante de colillas,
guardaba la batalla perdida
y los prisioneros de guerras invisibles
liberados cada noche al recostarme
como sonámbulo crónico sobre el pavimento.

Ni sus compañeros envueltos en sábanas
resultaban aliciente para su corta vida.
Ni siquiera los zancudos, las mariposas
o los ángeles detenidos en el techo
eran suficiente para destruir la soledad.
Sólo el humo, renuente a perderse,
desobediente al viento colado por la ventana
era compañero perfecto durante la somnolencia.

Un cigarrillo, quebrado por el peso del deseo
hacía las veces de confesor parroquial
personalizando al antiguo sacerdote
despojado de su túnica gris remendada,
con las orejas pegadas en mis alucinaciones.
Aquel cigarrillo, oscuro como la marca mortal
desaparecido para siempre,
evitando aunque quiera, la disolución.

Ése, perfecto consolador a las angustias
discurre por las escaleras claroscuras
y se mezcla con el llanto del niño
que desde la hora de la cena
exige a su madre le dé el pedazo de pan,
quebrado también como mi corazón humano.


DÍA DE ENTREGA POÉTICA

Cada puerta hoy fue bendecida.
Cada sien acariciada por mis dedos.
Cada labio, besado por la sangre de Cristo.
Cada alma, redimida de su transgresión.

Fue el día más duro después de ayer.
La incertidumbre acabó con mis esperanzas
y la necesidad me llevó hasta allí.
(Ya he terminado, por ser hoy, día de duelo.)

He completado la misión del emulador religioso,
tratando de hallar discípulos de mis creencias.
Los he encontrado y me han seguido,
luego me han abandonado cerca de la fe,
los he dejado volver a sus cuerpos,
pues, mi ejemplo se ha esfumado con el viento.


EN BUSCA DEL PARAÍSO

Mirando las escaleras de la plaza
buscaba el mejor lugar de descanso.

Ni un pedazo de jardín parecía necesario
frente al oscuro cielo del cansancio,
conseguido entre las callejuelas
del bullicioso suburbio de la ciudad.

Detente un poco… (sí, sólo unos minutos)
le exhortaba a mis pensamientos
por conseguir la acariciada siesta
durante el fin de semana castigador.
No pienses más (por favor, no lo hagas)
porque el grueso cristal de la casona
pertenece al niño que busca sombra.

Persisto, si puedo por un instante,
escalar las paredes de la catedral
y reunirla cerca de los demás objetos
para guardarlos en mi bolsillo.

Una caminata más
(intenta levantarte)
será lo necesario en la búsqueda.
El cielo añorado, estando celeste,
servía a mis instintos humanos
para alzar los ojos y hallar sosiego,
al menos a mis temores de niño
cristalizando los proyectos de hombre
revueltos todavía en mis bolsillos.

Ni siquiera el mapa con el aspa
marcó el camino hasta la casa,
ni levantó mis pies en el ómnibus
cuando gateaba en el regazo de mis recuerdos
persiguiendo una sagrada intención,
envuelta ahora junto a mi reloj
y llevada como marcador de pulso
con los ojos vendados y frígidos,
con la Biblia en la mano
y el cigarrillo entre los dedos,
engañando a mi corazón incrédulo,
incierto de recuperar el paraíso
sembrado desde los quince años
en las hojas blancas de mi poemario.


EL SUEÑO BAJO TIERRA

Poco a poco avanza la sombra
y trata de borrar por cinco segundos
la huella sembrada en la orilla
después del verano de la vida.

No hay sombra, ni siquiera penumbra,
hoy después de morir.
Ni siquiera el oscuro deseo
ni la negra intención dormida
permanecen puesta donde nací.

Poco a poco se pierde el hueso,
el cartílago, hasta la piel seca.

Con el olor a moho de la tierra
se hunde la última razón de respirar.

La lampa que sirvió de cuchara
se pierde en la hierba arrancado con todo,
borrando la línea suave del féretro,
ahogando la huella durante cinco segundos,
antes que llegue la hora de la sombra.



LOS HÉROES DE MI PATRIA

No conozco siquiera (no hubo libros)
el nombre de aquel “Libertador”,
que desde pequeño, muy pequeño
me dijo el profesor que había venido.
(No fue culpa del Profesor Félix.)

Nunca entendí el porqué (¿…?)
del monumento aquél
para ese iletrado analfabeto
y la honra estúpida, absurda
hacia ese asesino de mis hermanos.

Lo entiendo ahora, cuando dueño del libro,
mato las polillas de mi biblioteca
y las termitas que pugnan por borrar
las fotografías de mis héroes
salvadores de mi tierra libre.

Entiendo hoy, parado frente a la estatua,
el cariño sembrado en el mar,
embarcado en un monitor alado
arrastrado por un indigente miedoso,
perdido en su propia estupidez,
creyéndose ganador de una batalla,
que hoy pone frente a mí, al verdadero héroe.

Reconozco aún el fusil vetusto,
portador del último cartucho
en las manos de un semidiós,
cargado de valentía y amor disfrazado
por derramar su sangre en un suelo,
plagado de miserias humanas.

Entiendo ahora, que vuelto uno de ellos
paseo mi pluma se acero
por las líneas del papel sin rayas,
pálido o sumamente blanco,
más blanco que mis intenciones
por perpetuar en mi tierra libre
una voz que me haga vivir después de la muerte.


EL PERRO CALLEJERO

Sin percibir el calor de su respiro
camino como cada mañana
por la acera empedrada de la avenida.

Él, apostado en el jardín enrejado,
buscando un refugio contra la noche,
permanece allí, como guardián contratado
tratando de devolver la gratitud
por los huesos de pollo,
que religiosamente sin ser ateo,
aparecen dos veces por día.

Él, con nombre desconocido
(fido, dido, boby, rocky, rambo…¿?)
poseedor de su pedazo de césped
y compañero inseparable en mis mañanas
acompaña mi casa en lugar privilegiado,
regalándome su preciada fidelidad
en el movimiento perfecto de su cola.

Él, todavía con nombre desconocido,
más familiar que mis sueños
comparte ahora un espacio en mi casa
más tibio que su pedazo de césped
separado todavía para él
cada día por las mañanas
cuando, después de lamerme las manos
y enredarse en mis piernas
buscando su caricia matutina,
guarde mi camino y mis pasos
mientras permanezco en la ceguera,
aquella oscuridad indeseable
que desde el año pasado acompaña mi vida.


LA MUJER DE UNIFORME

Deja de lado las faldas y el peine,
trae cerca de ti las fuerzas masculinas,
el poder y hasta el vozarrón
para vestirte con el uniforme que no corresponde.
Recupera la sensación lejana
que guardaste antes de formarte
en la cabecera de tu cama de plaza y media.
(¿Qué edad tenías?...)

Busqué en el reflejo de las sombras
un recuerdo femenino extraviado
para devolvértelo y que crezca tu cabello,
largo y brilloso como te gustaba tenerlo.
(¿Qué pasó contigo?...)

Renunciaste a la intención mínima
por desagradar mis débiles brazos,
por torcer los pies gastados de la andanza,
buscando desde tus sueños infantiles
la razón austera para tal camino,
que por ahora no me causa hambre
ni mata los sueños de ser amado.


LA CHICA SUPERPODEROSA

Juana despega los ojos ya abiertos,
desde las 4 de la mañana o quizá antes,
maquinando cómo hará el desayuno.

Cada día libera una durísima batalla
con el panadero, el lechero y su bolsillo.
(Déjeme 10 panes, 1 litro de leche.)

Juana coge su capa y vuela al mercado.
En el trayecto lucha con las aves
por arrancarles las lombrices del pico
para llevarle a sus polluelos, aún dormidos.

La mañana empieza, como cada día,
pues, ella se olvida de lo que viene
y entiende que ya la hora llega
cuando sus hijos la llamarán por el desayuno.

No entiende cómo lo hizo, cómo voló…

Tan sólo la consigna de ser madre
la lleva como si fuese un robot, una máquina
con el corazón que no le cabe en el pecho
y los sueños puestos en sus pequeños
que cuando ya adultos le quiten la capa,
para hacerla volar en sus brazos
como ella lo hace cada día por las noches
al acostarse a su lado guardando sus sueños.



LOS NIÑOS CUMBIAMBEROS

El corazón compungido se cubre los ojos
y deja pasar frente a sí al mendigo,
cerrando los oídos a las súplicas
por tan sólo una insignificante moneda (10 céntimos).

Los ojos se desvían a propósito
hacia el llanto de un niño con hambre,
en pugna por alcanzar el seno de su madre
que ella oculta por la vergüenza
de exponerlo ante los 60 pasajeros.

Otro niño, con peine y una lata de leche vacía
inicia su “speach” preparado para el ómnibus
con la mirada fija en la calle
y no perderse en la indiferencia de su público
que esconde la moneda amarrilla, dorada,
insignificante y desperdiciada para ellos;
pero salvadora para aquel niño
que junto a su hermanito (sin vergüenza)
hurga por una mirada, al menos,
aunque ni una moneda oxidada
retumbe en el estómago vacío
de aquellos infantes sin esperanza.


VENDEDORES AMBULANTES

Son las cinco, seis… no sé qué hora
de la congelada mañana de un invierno.

Ellas
(Rosa y su hija Rosita)
esconden la vergüenza en los mandiles,
ponen sobre sus espaldas los deseos
para dejar libres las manos, prestas
por sostener las cajas de ilusiones
que las llevarán hasta su esquina;
allí, donde en lucha con el farol,
pugnan por ganar la acera preparada;
empezar el negocio de la mañana.

Ellas, dos mujeres, (más que mujeres)
repiten la faena cada madrugada,
sabiendo que por entretanto es lo suyo;
que son las sostenedoras perennes
de las columnas de su vida familiar,
las artífices de la esperanza y conformismo
mientras esperan aparecer la estrella
que les anuncie que deben dirigirse
hasta la acera ganada contra el farol.


LA BÚSQUEDA DEL EMPLEO

Quito de los cristales los mosquitos…
empañan mis anteojos, mis visiones.

Intento darle un empujón al cobrador
por reventarme los oídos con su ¡sube, sube!
mientras tapono mis sentidos
y los dirijo hacia la cumbia que suena
en el deteriorado estéreo de la combi.

Un largo bostezo contagia mi mandíbula
si trato de calentar mi garganta
con la chalina de alpaca que aprieta
mi entumecido cuello por el frío capitalino.

El día ha muerto ya para las intenciones
y el sobre manila, más arrugado, cansado
se recoge hasta volver en la mañana
para prepararse al siguiente día
y acompañarme debajo del brazo
en la nueva búsqueda del empleo.